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VIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – CICLO C (AGOSTO 14 DE 2022)

MONICIÓN DE ENTRADA

Muy buenos días (tardes, noches) queridos hermanos. Nos complace darle la bienvenida a este lugar santo, en el que celebraremos la Santa Eucaristía, banquete celestial al que Dios nos convoca en este Vigésimo domingo del Tiempo Ordinario.

Si el domingo pasado en la liturgia nos invitaba Jesús a la vigilancia, hoy pone el acento en la fortaleza que necesitaremos para ser coherentes con nuestra decisión de seguirle a él.

Con nuestra mirada puesta en Jesús, el Señor, comencemos esta celebración con mucha alegría. De pie, cantemos

 

MONICIONES A LAS LECTURAS

Las palabras del profeta Jeremías, que él defiende como recibidas de Dios, provocan a su alrededor rechazo y división. Lo mismo sucede con Jesús hoy: sabe que su mensaje va a causar divisiones y conflictos entre quienes se acerquen al fuego de su Evangelio. En medio de estas dificultades, la segunda lectura, de la carta a los hebreos, es una llamada a la constancia y a la perseverancia, manteniendo nuestros ojos fijos en Cristo. Ahora mantengamos nuestros oídos atentos y Escuchemos.

 

PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de Jeremías 38,4-6.8-10:

En aquellos días, los dignatarios dijeron al rey:

«Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia»

.Respondió el rey Sedecías:

«Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada puedo hacer yo contra vosotros».

Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua.

Ebedmélec abandonó el palacio, fue al rey y le dijo:

«Mi rey y señor, esos hombres han tratado injustamente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá de hambre, pues no queda pan en la ciudad».

Entonces el rey ordenó a Ebedmélec el cusita:

«Toma tres hombres a tu mando y sacad al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera».

Palabra de Dios.

 

SALMO RESPONSORIAL

Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.

Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos.

Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.

Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor.

Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.

Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación:
Dios mío, no tardes.

Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito.

 

SEGUNDA LECTURA

Lectura de la carta a los Hebreos 12,1-4

Hermanos:

Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.

Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo.

Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.

Palabra de Dios

 

EVANGELIO

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,49-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!

¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».

Palabra del Señor.

 

HOMILÍA

Corramos la carrera que nos toca (hebreos 12, 1). No he venido a traer paz, sino división (Lucas 12, 51)

El cristianismo es, sin duda alguna, una religión para valientes. De hecho, las expresiones que el Señor utiliza en el evangelio nos muestran que sus seguidores no pueden cruzarse de brazos ante las mil y una dificultades con que se encuentran en la “carrera que les toca” vivir, como hemos escuchado en la segunda lectura (hebreos 12, 1). Pero es que además en la primera hemos visto al profeta Jeremías que valientemente denuncia, de parte de Dios, las perversiones del pueblo y como respuesta lo condenan a morir en una cisterna.  Y liberado por una de las autoridades, él continuará denunciando los pecados del pueblo.

¿Pensáis que he venido a traer la Paz al mundo?, preguntaba Jesucristo en el evangelio. Y podrían haberle dicho que sí, puesto que los ángeles la habían anunciado, precisamente, el día de su nacimiento con aquella proclama: paz a los hombres de buena voluntad (Mt 2, 14); y ahí está la paradoja, porque ahora nos dice que ha venido a traer la guerra. Por supuesto que tampoco es aquella paz a la que aspiraban las viejas legiones romanas con la muerte de los enemigos del Imperio. La guerra a la que Cristo invita es la que lleva a la verdadera paz, a la que llegan los cristianos como fruto del esfuerzo por cumplir la ley Dios, las leyes justas de los hombres e, incluso, las múltiples leyes fundadas en la propia ley natural.

El apóstol San Pablo nos dijo que Cristo es nuestra paz (Ef. 2,14). Pero la paz que Él trae no es una paz que se consiga a cualquier precio, porque no es conformismo con la injusticia y la violencia, el egoísmo y el desamor, la comodidad y la mentira. La paz de Jesús no es la que da el mundo, ya que para alcanzar esa paz hace falta una guerra contra lo que, desde el punto de vista religioso-moral, habrá que reconocer la existencia de algo que objetivamente es malo contra lo que hay que luchar; es ésta la violencia que padece el reino de Dios para poder llegar a él.

Ser fieles a Cristo con harta frecuencia produce conflictos en nosotros. Y es que no podemos contentarnos con las cosas dulces y consoladoras que leemos otras veces en el evangelio, olvidando las que nos enfrentan a opciones más conflictivas. Estamos en medio de un mundo que está en otra longitud de onda que aprecia otros “valores”, que razona con una mentalidad que no es necesariamente la de Cristo y muchas veces razona con indiferencia, cuando no con hostilidad, burla o incluso con la persecución, más o menos solapada, ante nuestra fe y nuestro testimonio del estilo de vida del evangelio.

Pues bien, la vivencia de la fe puede producir divisiones en una misma familia o en un grupo. Ante Cristo uno no se puede quedar neutral e indiferente. Tener fe hoy y vivir de acuerdo con ella es una opción seria. No se puede compaginar alegremente el mensaje de Cristo con el el de este mundo. No se puede “servir a dos señores”. Siempre resulta incómodo luchar contra el sentir ambiental, sobre todo si es más atrayente, al menos en apariencia, y menos exigente en sus demandas. Ser cristiano es optar por la mentalidad de Cristo, por la manera que tiene Él de ver las personas y la Historia. No se puede seguir adelante con medias tintas. En la moral, por ejemplo, el Evangelio es mucho más exigente que las leyes civiles.

En la Eucaristía que celebramos cada domingo, agradeciéndole al Señor lo bueno que puede existir en nuestra vida y pidiéndole aumente nuestras fuerzas, nos comprometemos a una vida según Cristo. Al finalizar la celebración y tras la despedida “podéis ir en paz”, no podemos entender como si nos dijeran “aquí no ha pasado nada”. Por el contrario, las palabras que hemos escuchado junto con la participación en la comunión de ese Cristo interpelan nuestra conducta posterior y nos señalan caminos que, a veces, no son fáciles, pero que hemos de recorrer, si queremos ser consecuentes.

Aún más: ¿quién dijo miedo? Sí, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 21), con una presencia “más íntima que nuestra propia intimidad”, en expresión de san Agustín, bien podemos asegurar con el apóstol San Pablo: todo lo puedo en aquel que me conforta. Ánimo, pues.

 

ORACIÓN DE LOS FIELES

El Señor nos mira con amor y nos llama continuamente a seguirlo. Conscientes de nuestra fragilidad y de los apegos que habitan en nuestro corazón, invoquemos su ayuda diciendo todos:

PROTÉGENOS, SEÑOR, CON TU PODER.

  1. Por la Iglesia de Dios, para que no se canse de dar testimonio profético en esta sociedad cada vez más cegada por la indiferencia y el desapego al Señor. Oremos.
  2. Por los gobernantes de las naciones, para que frenen las ambiciones, pongan fin a las guerras y conflictos sociales, y permitan que en todas partes broten la paz y la justicia. Oremos.
  3. Por quienes sufren a causa de las injusticias y de la desigualdad, para que el Señor, que siempre escucha sus plegarias, se apresure en socorrer a estos, sus hijos predilectos. Oremos.
  4. Por las familias que viven en discordia, especialmente los matrimonios que están a punto de separarse, para que el Señor llegue a esos hogares con su amor, los transforme en generadores de paz y sean testigos del amor de Dios. Oremos.
  5. Por todos nosotros, para que el Señor nos haga siempre verdaderos discípulos libres, testigos de la alegría de tenerlo a Él como único bien. Oremos.

 

EXHORTACIÓN FINAL

Te proclamamos santo, Dios Padre, fortaleza de los débiles,

porque Jesús vino a prender fuego en la tierra, mostrándonos

en el bautismo de su pasión gloriosa el arduo camino

que lleva a la vida y a la conquista de la paz verdadera,

fruto de una opción responsable por el reino de Dios.

Concédenos, Señor, ser dignos discípulos de Cristo Jesús,

sin abandonar nunca la ruta del seguimiento que Él nos mostró.

Para esto, purifícanos, Señor, con el fuego de tu Espíritu

y ayúdanos a hacer nuestros los criterios y actitudes de Cristo,

a fin de liberarnos de nosotros mismos y seguirlo en la libertad

que dan el amor generoso y la fidelidad cotidiana.

Amén.

 

 

ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA (15 DE AGOSTO DE 2022)

Fue llevada en cuerpo y alma al cielo

Pio XII en 1950 proclamó que la “Inmaculada Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria”.

El dogma fue proclamado recientemente, pero la fe en la Asunción viene desde muy antiguo. Una de las representaciones más antiguas de la fiesta que celebramos hoy se encuentra en un sarcófago de la Iglesia de Santa En­gracia de Zaragoza. En este sarcófago paleocristiano del siglo IV aparecen agrupados varios personajes y, en medio, San Pedro y San Pablo en ademán de levantar en alto a una mujer, mientras del cielo se destaca una mano que parece completar la tarea de los dos após­toles.

Lo que sabemos de María nos lo cuentan los Evangelios, pero muy pronto la fe del pueblo cristiano comienza a celebrar esta fiesta. A comienzos del siglo VI se celebra en Palestina y Siria la fiesta de la dormición de la Virgen María. A finales del VI el emperador Mauricio la prescribe para todo oriente y enseguida es acogida por toda la Iglesia. El sacramentario gregoriano le da el nombre de Asunción de la Virgen María. Desde entonces pintores y artistas han representado esta escena de la dormición de la Virgen María y de la asunción.

María es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada.

Hoy es fiesta grande para los creyentes. Una fiesta que no es sino el eco del anuncio pascual: Cristo ha resucitado.

También María ha sido resucitada por Dios. Aquella mujer que supo acoger como nadie la salvación que se le ofrecía en su propio Hijo, ha alcanzado ya la vida definitiva.

El prefacio de la Misa de hoy presenta a María como “figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada”; “consuelo y es­peranza de tu pueblo todavía peregrino en la tierra”. El Vaticano II ha presentado a María como modelo de los creyentes, como modelo de la Iglesia. Y este es el sentido para nosotros de la fiesta de hoy. El prefacio añade, “con razón no quisiste, Se­ñor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida”.

Santa María Asunta al cielo, modelo de los creyentes y de la Iglesia, es anticipo y primicia de lo que nos espera al final a todos los hombres.

“La Asunción de Santa María no es sino el grito de espe­ranza de todos los creyentes, que, en la Virgen, expresan su confianza de que el hombre no queda reducido al sepulcro”. Este grito gozoso es el eco de aquel anuncio fundamental: Cristo ha resucitado. “La fe cristiana confirma la esperanza que el hombre intuye. Hay un futuro para todos, porvenir que ya se ha cumplido en Cristo y por El, de un modo seguro, en su Madre… La exaltación de Jesús y María, por la ascensión y la asunción, nos revelan el destino que Dios tiene pre­parado a todo hombre que sea fiel a la vocación que su Palabra le marca en la vida” (del Misal de la Comunidad).

Decía san Pablo en la segunda lectura que “El último enemigo aniquilado será la muerte”. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza que proclamamos en la fiesta de la Asunción. Si toda la persona de María, su cuerpo y su espíritu, ha sido glorificada y está junto a Dios, tenemos la esperanza de que también toda nuestra realidad personal está destinada a vivir en ple­nitud junto a Dios.

Esta fiesta de la Asunción es una fiesta que confirma nuestra esperanza cristiana: hay salvación para el hombre. Hay una vida definitiva que se ha cumplido ya en Cristo y que se le ha regalado ya a María en plenitud. Hay resurrección.

María es la Madre de nuestra esperanza. Ella es “la perfectamente redimida” (K. Rahner). En ella se ha realizado ya de manera eminente y plena lo que esperamos un día vivir también nosotros.

Como lo representaba aquel viejo sarcófago de la Iglesia de San­ta Engracia del que hablábamos al principio, al final de nuestra vida, apoyados por Pedro y Pablo, por la fe de la Iglesia, hay una mano que sale a nuestro encuentro y nos ayuda para encontrarnos con Cristo Resucitado y con María Asunta, cuando haya sido aniquilado nuestro último enemigo, la muerte… Esto es lo que también celebramos al confesar a María Asunta en cuerpo y alma al cielo.